Perdido el sentido de la vida como don y como ofrenda, instaurada una engreída (a la par que frustrante) exaltación de la fortaleza y la salud que proclama que la única vida digna es aquella liberada de sufrimientos, parece llegado el momento de legalizar el suicidio asistido.
Los partidarios de esta legalización fundan sus vindicaciones en la voluntad soberana del individuo, que es quien determina los confines de su propia vida. Habría que empezar diciendo que ningún individuo, por sí solo, es soberano; pues la soledad es el estado más servil y dependiente que uno imaginarse pueda; y sólo completándose en otros puede uno llegar a ser medianamente independiente. Pero es que esta afirmación, referida al suicidio asistido, resulta doblemente falsa. Pues, lejos de ser una expresión de la voluntad soberana del individuo, el suicidio asistido exige una relación entre dos sujetos -quien desea morir y quien lo auxilia-, en la que uno de ellos impone su voluntad sobre el otro. O bien el enfermo convierte al médico en un instrumento de su designio; o bien el médico suplanta la voluntad del enfermo, arrogándose la capacidad decisoria para quitarle la vida. Legalizar el suicidio asistido no equivale, pues, a reconocer un supuesto derecho a disponer de uno mismo, sino a más bien un derecho a disponer del prójimo. Y equivale, desde luego, a imponer a los médicos una función que es exactamente la contraria a la que han desempeñado durante milenios.
Y, además, se trata de un derecho discrecional, pues a la postre quien asiste al suicidio, además de disponer de una vida ajena, se inviste de una capacidad valorativa más que discutible. A veces, incluso, podrá ‘valorar’ conforme a criterios malignos rebozaditos de emotivismo (como esos médicos y enfermeras dementes que de vez en cuando dan matarile a sus pacientes, porque les da penita que sufran tanto). Pero mucho más frecuente será que ‘valoren’ con criterios nada criminales, más bien soportando presiones insuperables (el médico que necesita con urgencia donaciones de órganos o camas libres en su hospital, pongamos por caso) o defendiendo posiciones ideológicas (pues, en un mundo tan ideologizado como el nuestro, también los enfermos y sus postrimerías pueden convertirse en bandera encontrada). Y, junto al médico acuciado por penurias sanitarias o el médico ideólogo, toda una cohorte de familiares, deudos y allegados con anhelos inconfesables, para quienes el enfermo puede haberse tornado demasiado oneroso, demasiado costoso, demasiado insoportable, demasiado longevo (¡y quieren heredar!). Familiares, deudos y allegados con anhelos inconfesables que, aprovechándose del decaimiento del enfermo, podrían insinuar la idea del suicidio. Allá donde las peticiones de suicidio asistido se atienden acaban finalmente ‘suscitándose’ otras; pues, una vez hecha la ley, siempre hay vivos que elaboran la trampa (y a veces, incluso, son el mismo).
¿Y qué decir de la voluntad del enfermo que quiere suicidarse? ¿De verdad es tan soberana como se pretende? Casi siempre, la persona que desea morir está anegada de dolor. De veras se puede defender seriamente que su voluntad no está viciada? Muchos enfermos son víctimas de neurosis, depresión, ansiedad, abulia y otros trastornos ligados a sus padecimientos. ¿De veras también las suyas son voluntades soberanas? Se afirma que esta situación tan peliaguda y ambigua se arreglaría con el llamado ‘testamento vital’. Pero lo que uno ha afirmado cuando veía la muerte desde la barrera, con arrogancia y lejanía, tal vez no sea lo mismo que uno piensa cuando se enfrenta encarnizadamente a la muerte y ansía vivir, pero ya no puede decirlo. ¿Por qué hemos de presumir que, por ejemplo, el enfermo de alzhéimer sigue pensando lo mismo sobre su muerte que la persona sana que la decretó en un momento pasado?
En el fondo de este debate están el irracionalismo y el emotivismo urdiendo su brebaje. Pues en todo anhelo de muerte hay siempre una rebelión de hombres que creyeron poder disfrutar de una vida sembrada de delicias; y que, al cabo, se encontraron con una vida regada de sufrimientos. A veces, ciertamente, crudelísimos; pero para que un sufrimiento nos desespere debe contar antes con la levadura de una desesperación prexistente. O con la desesperación que nuestra época nos ha instilado. No en vano Lacan decía que «la mirada del otro nos constituye». Y, una vez que nuestras vidas individualistas ya no están constituidas por la mirada del otro, sólo nos queda rezar para que ese otro nos mate, o siquiera nos ayude a morir.
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